Dicen algunos chamanes que para que el hombre se haga brujo debe volverse cóncavo, para ello necesita conectar con lo femenino. Lo femenino es lo curvo, es la oquedad del ombligo de la fémina que tanto nos encanta contemplar a muchos varones, esa huella en el cuerpo de la primitiva conexión con el Tao.

Esa vacuidad que nos devuelve el rostro a la eternidad, el corazón al no-tiempo, armoniza nuestra emoción dándonos sosegamiento. Ese vacío es el cuenco que contiene la llama de fuego que enciende el espíritu.
Como vemos acá la sacerdotisa está en la puerta del templo, es el templo interno y para entrar allí hay que traspasar esas dos columnas, Jakin y Boaz, lo visible y lo invisible. Pero realmente la puerta es ella misma. En el Taoísmo se le llama la «hembra misteriosa», o más refinadamente «el misterio de lo femenino». Ella porta el velo de Isis, el cuál nunca se devela por completo, porque en el fondo es incognoscible.

Ella es la misma Naturaleza y por eso amamos estar en la naturaleza, porque en sí misma lleva la armonía de la creación que hemos perdido a través de una cultura disonante.

Nos sumergimos en sus valles, en sus bosques, en sus aguas, nos tiramos en el pasto a contemplar la magnificencia del cielo nocturno y la brillantez de la diosa de las estrellas. Es entonces cuando lo sagrado se manifiesta, no es algo construido por la cultura, sino que es producto de un profundo asombro por todo lo que nos rodea.

En cualquier momento del día que ocurra esto, que te deleitas con una bebida que te gusta, con una comida que disfrutas, con un encuentro con amigos/as, con un reencuentro inesperado, con el momento expectante al hacer el amor, en todo eso ese éxtasis es la puerta, es la misma sacerdotisa que te está invitando a entrar a la eternidad, permítete vivenciarlo.

Daniel Curbelo

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