
Vivimos identificados con un falso yo, una máscara que mantiene unida —apenas— una multitud de fragmentos. Como decía Adyashanti, es “una casa dividida, construida sobre cimientos imaginarios; un pájaro con las alas rotas que no puede volar”.
Krishnamurti lo expresaba de otra manera: «Nuestro problema no es cómo oír la voz del uno sino comprender la composición, la estructura de los muchos que somos nosotros. Una faceta de los muchos no puede comprender a los muchos; una entidad no puede comprender a las muchas entidades que somos (nótese que dice «entidades»). Para percibir el todo, el conflicto de los muchos, es necesario comprender el deseo. Sólo existe la actividad del deseo; El deseo no debe ser sublimado ni suprimido; debe ser comprendido sin aquel que comprende.»
Jung lo llamó complejos autónomos: pequeñas personalidades internas que se activan y toman el mando de nuestra vida, como si fuéramos marionetas de fuerzas inconscientes. Cada complejo vive en su propio mundo, con sus emociones, recuerdos y deseos. Y así, terminamos fragmentados, sin centro.
El camino del trabajo interior es sanar esa división y eso se hace a través de la comprensión (gnanashakti). En cada fragmento mente-emoción hay energía esencial atrapada que es liberada a través de una clara visión del elemento en cuestión. La comprensión no puede ser provocada artificialmente, surge de manera natural cuando observamos sin intentar imponer ninguna fuerza sobre esos patrones.
Aprendiendo a manejar la energía del canal central (la shakti) esos fragmentos comienzan a salir del cuerpo y pueden ser apreciados por la conciencia.
La energía liberada alimenta al Embrión Dorado y lo transforma en la Flor de Oro, así surge la individuación.
Como decía Jung: «La individuación hace referencia al proceso de llegar a ser un individuo, una unidad indivisible en el sentido psicológico, con una individualidad que hace referencia a lo peculiar de uno mismo. Se refiere también a llegar a ser lo que uno es.»
Daniel Curbelo


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